Este era el título de una canción que creé con 16 o 17 años, para hablar sobre la soledad provocada por la etapa cuasi hormonal adolescente y el desdén vital tan propio de la edad, y que tan bien parece mitigar la música en su versión más emocional, a modo de bálsamo sanador del alma en uno de esos accesos vitales de entropía existencial.
Nos hemos reído recordando muchas veces Travis y yo, con este tema que titulé “I Feel Alone”, y que aunque lo mencione, no verá la luz never ever, sobre todo por la vergüenza que me produce el leerla después de los años, por lo ingenuo e intrascendente de la misma. Pero sí que reconozco, que el fondo del tema que hablaba en ella, me sigue pareciendo interesante, y le quería dedicar una reflexión al menos.
Y me refiero concretamente al tema de la soledad del ser humano en tiempos como los actuales que nos dirigen continuamente al individuo y la soledad. Y del influjo que tiene en ella la música como descorchante de emociones individuales y colectivas, que nos aíslan y nos asemejan a la par a otros seres humanos. Porque la música, está hecha para seres humanos, ya que aquel que no es capaz de sentir emoción ante ella, es tan sensible como un canto rodado.
Indagando de nuevo en la soledad, y su relación con la música, cada vez se ha ido convirtiendo en una relación más aislada de su acervo colectivizador que otrora tenía, ya que con los medios actuales como la red global, y los centros multimedia que te permiten reproducirlo en cualquier aparato y en cualquier situación, nos hemos ido convirtiendo en seres egoístas del sonido y la emoción que la música provoca. Eso de escuchar una canción en la habitación de un colega y emocionarnos mientras descargas de pe a pa un álbum de la mejor época de Alice In Chains o Metallica, un “Dirt” o un “Black Album”, que suscitan a compartir miles de horas de charla y de agitación del epitelio, es algo que ahora no es imposible, pero sí que más difícil.
Travis sabe de lo que hablo, de cuando por ejemplo estábamos de vacaciones en cualquier sitio con el grupo de amigos de toda la vida, y poníamos reglas de sorteo para poner orden de turno para reproducir las cintas de casette que llevábamos con nosotros.
Y de cómo nos podíamos favorecer unos a otros, poniéndonos LPs o discos que nos emocionaran o podíamos saber que nos podían llegar a gustar como regocijo supremo de la amistad y el vínculo mutuo por la música. O de cómo nos podíamos llegar a herir unos a otros con música que sabíamos que no soportábamos mutuamente, solo para regocijarnos en todo lo contrario. Y de cómo debían sufrir los indies que tuvieran la buena o mala fortuna de tener una tienda de campaña al lado de la nuestra y del atronador radiocasete de mi amigo Raul del Olmo aka Travis. Incluso llegamos a conocer a gente ajena que disfrutaba con la música que en él se reproducía a un nivel de sonido indecente para la mente humana.
La soledad y la búsqueda de uno mismo en lo musical es algo que respeto desde lo más profundo de mi alma, ya que he disfrutado como el que más en la forja de mi apetencia y mi gusto musical, pero que siempre ha estado por debajo de mi voluntad de disfrutar de ella colectivamente. Echo de menos ir a conciertos por ese motivo, y la única razón que me lo impide posiblemente aparte de vivir a donde cristo perdió el mechero, sea que se ha convertido en un producto de lujo para aquellos que nos gusta disfrutar de la música en soledad y en masa. Por ello, una vez más, vamos a disfrutar en masa del radiocasete de nuestro taxista hasta las 19 horas, no despeguéis los oídos de vuestro aparato receptor si lo escucháis en directo, o que lo descarguéis si lo hacéis a través del podcast.
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